Oralkos
Era un mundo mágico, extraño, donde la raza de los hombres cuando nacían se les incrustaba en su piel una piedra de Alma, piedras que aparecieron de las lágrimas de Uthûriel cuando vio morir a su hijo Artamios, árbol que dio vida a todo bosque existente en este mundo.
Las Almas otorgaban a su huésped las armaduras, las corazas, que eran perfectas para cada individuo. Algunos tenían corazas livianas, otras duras como rocas, algunos sólo les cubrían alguna parte de su cuerpo. Todo ser humano debía de llevar una coraza en este mundo, pero no os creáis que era tan sencilla la situación. Esas corazas no debían ser impenetrables, debían al menos dejar pasar a una persona para que estas acabaran abriéndose y dejaran ver su ser vulnerable. Y eso sólo el amor lo conseguía, sólo el amor podía poco a poco hacer una grieta en las corazas de la gente. Si no lo hacían les pasaría como Oralkos, la GRAN CORAZA.
Dicen que Oralkos tenía una coraza de más de cuatro metros de altura que le cubría el cuerpo entero, imbuido de magia difícil de imaginar en los tiempos más cercanos. Viajaba por el mundo mostrando su gran armadura, a veces destruyendo ciudades aunque no fuera su intención. Y cada vez que se paraba para preguntar a alguien, era raro aquel que no le temiera, y los que no intentaban usarlo; pero Oralkos no era idiota y a esos los aplastaba con su enorme mano, aunque su intención sólo fuera asustarles un poco.
Así era Oralkos el Terrible, el de la gran coraza, que una vez alguien logró romper a base de cañonazos pero se topó con la sorpresa de que otra debajo aguardaba.
Triste viajaba, siempre solitario, sin esperar a nadie pero sí el encontrar a esa persona que en su coraza se metiera. Mirad que suerte que una vez se topó con una extraña muchacha que muy interesada en él estaba. Hablaron, hablaron, hablaron por mucho tiempo. Cantaron, rieron, conversaron, jugaron, comieron, bebieron… y sin darse cuenta Oralkos, la extraña mujer de dura coraza pero simple y que le había encandilado, empezó a abrir un agujero donde poco a poco se iba introduciendo para llegar al interior de él, de aquel hombre que le interesaba. Oralkos en un principio se ilusionó, por fin alguien lograba hacer mella en su corza. Pero no todo era pura felicidad.
Dos años pasaron y cien corazas la muchacha carcomió, y aún así a ningún lado llegó. Cansada, hastiada, loca se volvió y cuando la salida quiso buscar atrapada en aquel lugar se quedó y por desgracia para Oralkos: murió.
Oralkos enfureció al perder a su amada, aunque sabía que en esencia con él estaba. Destruyó ciudades mil, montañas tiró abajo, bosques enteros aplastó e incluso mares y océanos llegaron a ser punto de su ira. Oh, ira. Sí, la ira lo llevó a que el resto de los suyos más de él se alejaran y que sus corazas, las que Oralkos portaba, más fuertes se volvieran.
En las costas de los fríos mares del norte, Oralkos decidió esperar para meditar y seguir llorando a su amada… mientras el salitre se ocupaba de oxidar su coraza. Fue allí donde encontró a un comedor de corazas, una criatura que una vez lograba eliminar la coraza de sus víctimas, devoraba sin pudor su carne y huesos. Y Oralkos le pidió, le rogó, que carcomiera su coraza y le devorara a él, pues ningún sentido para él la vida tenía.
La criatura oscura y encorvada, deforme, con grandes dientes que brillaban como perlas, rió a carcajadas, saltándosele las lágrimas.
-¿Estás loco? –decía burlón- Nadie es lo bastante estúpido para intentar devorar a un hombre con coraza de cebolla como tú. Capas, capas encontrarás, como una cebolla sin más, demostrando así el miedo que le tienes a este mundo y a los tuyos, demostrando cuando mueren aquellos que algo de amor te han procesado, y que en tu interior se han aventurado, que en realidad incluso a ellos temes. Jajajajaja… Idiota, miedica, no seré tan estúpido para quedarme muerto en el intento de devorarte, no estoy tan desesperado.
Oralkos creyó que mucha razón tenía aquel ser deforme y oscuro que durante uno segundos le conocía mejor que él mismo, marchándose el ser sin más. Él se quedó allí, en la orilla, donde las olas del mar del norte golpeaban contra su coraza, donde la brisa marina y el salitre oxidaban la armadura más y más. Así pasaron muchos años.
La hierba cubrió la coraza de un Oralkos que quedó vacío. Tal vez pensó que mejor era ser sólo una coraza sin vida que seguir en aquel mundo sólo y con miedos. Los animales comenzaron a vivir en él, algunos seres le acompañaban en silencio creyéndole muerto. Así pasaron miles de años más.
El ser humano dejó sus corazas y las piedras Alma se convirtieron en entes etéreos que formaban parte de éste. Comenzó a vivir libre de las corazas, o al menos libre de unas corazas físicas, aunque aún seguían creándoselas sin darse cuenta.
Los niños jugaban cerca de Oralkos que ya parecía más un pequeño monte recubierto de un verde hermoso hierba donde el mar vasto y azul le acariciaba como una madre acaricia a su hijo, y el cielo le vigilaba, ya fuera el cielo azul con blancas nubes, el cielo gris o el negro con miles de estrellas y su ojo casi siempre presente, la Luna.
Rubi no era una niña que destacara excepto por su vitalidad y testarudez. Algo normal entre niños de su edad, tan joven. Y un día encontró un hueco en ese extraño monte de la playa del mar del norte. Así que decidió escudriñas y cuando llegó al fin del camino decidió golpear con fuerza y diose cuenta que el extraño metal que allí había se derrumbaba. Así, día tras día, cada vez que podía, la pequeña Rubi estuvo durante años escarbando esa coraza. Daba igual cuan adulta era, cuando tenía un problema, cuando estaba alegre, ella seguía escarbando en la coraza de Oralkos sin saber qué era o quién era. Y así estuvo durante 28 años.
Cuando cumplió los 35 años consiguió llegar hasta donde había un joven hombre encorvado, tiritando. Con rapidez lo sacó. No era una belleza de hombre, pero a Rubi le entró una extraña nostalgia, y se sintió bien cuando lo encontró. Así lo cuidó en su casa durante un tiempo, junto a sus maridos e hijos.
Un día el joven hombre despertó y sólo observo a los habitantes de esa casa, sin coraza alguna. Y sonrió levemente. Al marido de Rubi le deseó suerte y le habló de la envidia que sentía. A los hijos de Rubi los besó y les contó un cuento. A ella, a Rubi, sólo le dio las gracias por burlarse del monstruo oscuro y deforme devora corazas. Y cada vez que eso hacía la edad se apoderaba de él.
La noche de ese día llegó, y Oralkos se acercó a su armadura. Pidió a la familia de Rubi que le quitara la máximo de hierba que pudieran, y así lo hicieron dejando ver que la extraña montaña era la Gran Coraza de Oralkos. Cuando el viejo lo miró fijamente la coraza se movió bruscamente debido al óxido y el tiempo, tal vez intentando encontrar a su alma perdida, temeroso, lleno de miedos y confusiones. Y con un traspiés la coraza sobre Oralkos cayó, y nada más se supo de él, y su coraza con los años desapareció.
-Miedo tenía de conocer a mi verdadera amada, miedo tenía de que daño me hiciera, miedo a la muerte tenía y a la vida. Ahora, gracias a ti, mi pequeña Rubi, he descubierto que no vale de nada temer si no se arriesga un poco. Gracias mi pequeña coraza que murió en mi corazón, que pese tras la desesperación volviste a encontrarme tras más de mil años y decidiste hacerme ver que nada debía temer –fueron las últimas palabras de Oralko a Rubi antes de morir.
Las Almas otorgaban a su huésped las armaduras, las corazas, que eran perfectas para cada individuo. Algunos tenían corazas livianas, otras duras como rocas, algunos sólo les cubrían alguna parte de su cuerpo. Todo ser humano debía de llevar una coraza en este mundo, pero no os creáis que era tan sencilla la situación. Esas corazas no debían ser impenetrables, debían al menos dejar pasar a una persona para que estas acabaran abriéndose y dejaran ver su ser vulnerable. Y eso sólo el amor lo conseguía, sólo el amor podía poco a poco hacer una grieta en las corazas de la gente. Si no lo hacían les pasaría como Oralkos, la GRAN CORAZA.
Dicen que Oralkos tenía una coraza de más de cuatro metros de altura que le cubría el cuerpo entero, imbuido de magia difícil de imaginar en los tiempos más cercanos. Viajaba por el mundo mostrando su gran armadura, a veces destruyendo ciudades aunque no fuera su intención. Y cada vez que se paraba para preguntar a alguien, era raro aquel que no le temiera, y los que no intentaban usarlo; pero Oralkos no era idiota y a esos los aplastaba con su enorme mano, aunque su intención sólo fuera asustarles un poco.
Así era Oralkos el Terrible, el de la gran coraza, que una vez alguien logró romper a base de cañonazos pero se topó con la sorpresa de que otra debajo aguardaba.
Triste viajaba, siempre solitario, sin esperar a nadie pero sí el encontrar a esa persona que en su coraza se metiera. Mirad que suerte que una vez se topó con una extraña muchacha que muy interesada en él estaba. Hablaron, hablaron, hablaron por mucho tiempo. Cantaron, rieron, conversaron, jugaron, comieron, bebieron… y sin darse cuenta Oralkos, la extraña mujer de dura coraza pero simple y que le había encandilado, empezó a abrir un agujero donde poco a poco se iba introduciendo para llegar al interior de él, de aquel hombre que le interesaba. Oralkos en un principio se ilusionó, por fin alguien lograba hacer mella en su corza. Pero no todo era pura felicidad.
Dos años pasaron y cien corazas la muchacha carcomió, y aún así a ningún lado llegó. Cansada, hastiada, loca se volvió y cuando la salida quiso buscar atrapada en aquel lugar se quedó y por desgracia para Oralkos: murió.
Oralkos enfureció al perder a su amada, aunque sabía que en esencia con él estaba. Destruyó ciudades mil, montañas tiró abajo, bosques enteros aplastó e incluso mares y océanos llegaron a ser punto de su ira. Oh, ira. Sí, la ira lo llevó a que el resto de los suyos más de él se alejaran y que sus corazas, las que Oralkos portaba, más fuertes se volvieran.
En las costas de los fríos mares del norte, Oralkos decidió esperar para meditar y seguir llorando a su amada… mientras el salitre se ocupaba de oxidar su coraza. Fue allí donde encontró a un comedor de corazas, una criatura que una vez lograba eliminar la coraza de sus víctimas, devoraba sin pudor su carne y huesos. Y Oralkos le pidió, le rogó, que carcomiera su coraza y le devorara a él, pues ningún sentido para él la vida tenía.
La criatura oscura y encorvada, deforme, con grandes dientes que brillaban como perlas, rió a carcajadas, saltándosele las lágrimas.
-¿Estás loco? –decía burlón- Nadie es lo bastante estúpido para intentar devorar a un hombre con coraza de cebolla como tú. Capas, capas encontrarás, como una cebolla sin más, demostrando así el miedo que le tienes a este mundo y a los tuyos, demostrando cuando mueren aquellos que algo de amor te han procesado, y que en tu interior se han aventurado, que en realidad incluso a ellos temes. Jajajajaja… Idiota, miedica, no seré tan estúpido para quedarme muerto en el intento de devorarte, no estoy tan desesperado.
Oralkos creyó que mucha razón tenía aquel ser deforme y oscuro que durante uno segundos le conocía mejor que él mismo, marchándose el ser sin más. Él se quedó allí, en la orilla, donde las olas del mar del norte golpeaban contra su coraza, donde la brisa marina y el salitre oxidaban la armadura más y más. Así pasaron muchos años.
La hierba cubrió la coraza de un Oralkos que quedó vacío. Tal vez pensó que mejor era ser sólo una coraza sin vida que seguir en aquel mundo sólo y con miedos. Los animales comenzaron a vivir en él, algunos seres le acompañaban en silencio creyéndole muerto. Así pasaron miles de años más.
El ser humano dejó sus corazas y las piedras Alma se convirtieron en entes etéreos que formaban parte de éste. Comenzó a vivir libre de las corazas, o al menos libre de unas corazas físicas, aunque aún seguían creándoselas sin darse cuenta.
Los niños jugaban cerca de Oralkos que ya parecía más un pequeño monte recubierto de un verde hermoso hierba donde el mar vasto y azul le acariciaba como una madre acaricia a su hijo, y el cielo le vigilaba, ya fuera el cielo azul con blancas nubes, el cielo gris o el negro con miles de estrellas y su ojo casi siempre presente, la Luna.
Rubi no era una niña que destacara excepto por su vitalidad y testarudez. Algo normal entre niños de su edad, tan joven. Y un día encontró un hueco en ese extraño monte de la playa del mar del norte. Así que decidió escudriñas y cuando llegó al fin del camino decidió golpear con fuerza y diose cuenta que el extraño metal que allí había se derrumbaba. Así, día tras día, cada vez que podía, la pequeña Rubi estuvo durante años escarbando esa coraza. Daba igual cuan adulta era, cuando tenía un problema, cuando estaba alegre, ella seguía escarbando en la coraza de Oralkos sin saber qué era o quién era. Y así estuvo durante 28 años.
Cuando cumplió los 35 años consiguió llegar hasta donde había un joven hombre encorvado, tiritando. Con rapidez lo sacó. No era una belleza de hombre, pero a Rubi le entró una extraña nostalgia, y se sintió bien cuando lo encontró. Así lo cuidó en su casa durante un tiempo, junto a sus maridos e hijos.
Un día el joven hombre despertó y sólo observo a los habitantes de esa casa, sin coraza alguna. Y sonrió levemente. Al marido de Rubi le deseó suerte y le habló de la envidia que sentía. A los hijos de Rubi los besó y les contó un cuento. A ella, a Rubi, sólo le dio las gracias por burlarse del monstruo oscuro y deforme devora corazas. Y cada vez que eso hacía la edad se apoderaba de él.
La noche de ese día llegó, y Oralkos se acercó a su armadura. Pidió a la familia de Rubi que le quitara la máximo de hierba que pudieran, y así lo hicieron dejando ver que la extraña montaña era la Gran Coraza de Oralkos. Cuando el viejo lo miró fijamente la coraza se movió bruscamente debido al óxido y el tiempo, tal vez intentando encontrar a su alma perdida, temeroso, lleno de miedos y confusiones. Y con un traspiés la coraza sobre Oralkos cayó, y nada más se supo de él, y su coraza con los años desapareció.
-Miedo tenía de conocer a mi verdadera amada, miedo tenía de que daño me hiciera, miedo a la muerte tenía y a la vida. Ahora, gracias a ti, mi pequeña Rubi, he descubierto que no vale de nada temer si no se arriesga un poco. Gracias mi pequeña coraza que murió en mi corazón, que pese tras la desesperación volviste a encontrarme tras más de mil años y decidiste hacerme ver que nada debía temer –fueron las últimas palabras de Oralko a Rubi antes de morir.
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