martes, 18 de enero de 2011

Aplasta Caparazones 1.

Volvemos a los cuentos y relatillos. Un nuevo cuento poco infantil -tampoco adulto que digamos- donde bosques, hombres, animales y seres mágicos se entremezclan. Y es que los razonamientos de los niños en la vida real pueden ser sorprendentes pero... ¿Y si fuera cierto que tras pisar a un pobre caracol su familia nos buscara y nos acusara?

Disfruté mucho escribiéndola y ahora estoy pensando en crear algo más majo, con el mismo trasfondo... quién sabe, dicen que con pequeñas cosas se pueden crear grandes historias. Espero que aquellos que lo lean lo disfruten tanto como yo al escribirla.




Aplasta Caparazones.


1.



Era en esa tarde del lunes cuando la pequeña María pisó un caracol que ella ningún daño le quería y deseaba. Así que con miedo y pena le lloró a la criatura durante un buen rato, sabiendo que a sus familiares –los del pobre caracol- pena les daría. Y su madre y familia consolarla era lo que querían hacer, pues simplemente era un caracol, y sin deseos ni malas artes daño quiso hacerle a la pobre babosa. Y lo consiguieron después de mucho tiempo... Pero de nada sabían que tal caracol del bosque mágico era, allá, al este, al norte, al sur y al oeste, pasando los ríos, lagos y arroyos, donde el Gran Árbol vigilaba a sus hijos, el resto de árboles y plantas, donde las hadas vivían, las musas bailaban escapándose de sus carcelarios “inspiradores” y donde el Viejo del Bosque, mago del lugar, habitaba... donde el Gran Árbol ocultaba a su creador, protector de los bosques, destructor de la vida: el Ogro Orgathur. Y la verdad, la niñita y su familia aún menos sabían que algo extraordinario en esa semana les iba a ocurrir.


Esa misma noche, Susana, madre de la pequeña, ya en su cama se encontraba bien tapada con sábanas y mantas. La noche era fría pero no tanta como para encender calefactores. Allí en su casa, un confortable apartamento pequeño, con algo de años, pero nada viejo, al menos no del todo, en aquella ciudad donde… vaya por Dios, me he tenido que olvidar. Bueno, pues si en algún momento lo recuerdo lo diré, pero no sé si será algo que realmente haré –el recordar digo-.

-¡MAMÁ! ¡MAMÁ! –gritó la pequeña María dando grandes tirones en la manga del pijama que por encima de sus mantas la madre tenía.

-¿Qué pasa mi pequeña? ¿Otra vez tienes pipí? Ya sabes, ve al baño… -dijo señalando a un lado y a otro, como si más dormida que despierta supiera a donde la iba a llevar-, y si eso luego yo te tapo… ¿Vale?

-Jo… mamá, que no es eso. Que han venido… -decía algo desesperada, entre balbuceos la pequeña.

-¿Quiénes han venido? –dijo incorporándose un poco al fin-… ¿Has soñado otra vez con los Monstruos? Ya te he dicho que los monstruos no son malos como dicen las historias…

-Menuda madre más idiota y estúpida –dijo una voz chirriante y algo espantosa… aunque algo bajito de volumen-… ¡QUE NO EXISTEN LOS MONSTRUOS DICE! Cuando te persiga un maldito trasgo o una puta estrige… o peor, un Hombre del Saco… ya, ya nos dirás.

-¿Pero quién habla? ¡MARÍA! ¿Qué te dije de abrir la puerta a desconocidos?

-Sin duda tu hija muchas culpas ha de resarcir, pero entre esas ninguna es abrirnos la puerta –dijo otra voz, más ronca, pero también en cierto volumen algo bajo… justo en la mesita de noche de Susana.

-¡¡¿Pero qué es esto?!! –dijo con los ojos como platos la madre de la niña, que junto a eso la cogió a ella en volandas mientras pálida se ponía.

Y justo ahí, en su mesita, una docena de caracoles había. La madre, el padre, el abuelo por parte de padre, la abuela por parte de madre –los otros dos que faltan se fugaron hace años a unas islas paradisíacas y pena que allí el caracol fuera un gran manjar-, el resto eran hermanos y hermanas del fallecido y algún tío o tía. Si bien todos eran iguales, a simple vista era difícil de distinguirles. Así, viendo la sorpresa de Susana, la madre caracol le contestó.

-Estamos aquí para que tu hija, la Asesina de Caracoles, la Aplasta Caparazones… sea condenada por las leyes del Bosque.

-¿Pero que leyes del bosque ni que narices? Largaos bichajos con babas si no queréis que os cocine con caldo de almendras e hinojos. Al menos sacaré algo de dinero por vosotros.

-Huy… mira má, encima nos amenaza mah… ezo he delito, delito… -gritaba con voz de pueblerino cerrado uno de ellos.

-Cucha lo rápido que aprenden las babosas estas… -decía aún asombrada Susana mientras a su hija en brazos cogía.

Y la puerta de su habitación de par en par se abrió donde un viejo borracho, mal vestido, que olía a alcohol, fornicio y vómito, en su cama se rumbó mientras un trago a una botella de ron añejo le daba con su hocico peludo y grisáceo.

-¡¿Y ahora quien es usted?! –le gritó al viejo que se incorporó en la cama y miró a varios lados sin saber donde estaba.

-¡Que me quiten el dídimo y me vuelva a salir dentro de tres años! ¿Pero donde cojones me he metido? –dijo el viejo mirando con una sonrisa poco cortés a Susana, la cual quitó al ver a su hija, dándole un poco de vergüenza y diciendo un simple hola.

-Nosotros, Viejo del Bosque, hemos culpado a la Aplasta Caparazones y queremos que juzgada sea por las leyes del Bosque –dijo la Madre Caracol.

-Santo cielo Madre Caracol… ¿Y qué pasa con la ley de que el hombre nada de nosotros ha de saber? ¿Te la pasas por tu grandioso…? Deja lo último que decía, se me olvidaba que de eso no tenías… –dijo el viejo mientras se incorporaba.

-¿Alguien me puede explicar qué está pasando? Sigo sin entender nada. Y tú, viejo de la esquina, sí, el que pide café con anís cada mañana, ¿qué coño es eso de Viejo del Bosque? –dijo Susana acariciando a su pequeña, reconociendo al tipejo.

-Hostias, si tú eres la camarera que me pone el café cada mañana con esa mala hostia… -dijo el Viejo cayendo en quién era.

-Puesto que el borracho de mi hermano no está muy dispuesto a explicaros, lo haré yo –dijo otro hombre, algo más joven, pero con pinta de cuarentón, todo vestido de negro, de pronunciada barbilla y larga nariz como un pico de un pájaro, de ojos alargados y sonrisa enorme y tenebrosa, con pronunciadas arrugas que poblaban su rostro.

-¡Ambrosio! ¿Tú por aquí? –dijo el viejo arrascándose los oídos, sacando cera, asquerosa cera, que al soplar se convirtió en miles de pequeñas mariposas, hermosas todas ellas, y que la niña quiso atrapar con delicadeza. Pena que una vez cogía una en luz se convertía y desaparecía.

-¡NO ME LLAMES ASÍ MALDITO CHIVO! Yo soy… el Mago de… EL MAGO DE…

-No has encontrado ningún lugar para asentarte para ser el mago de ningún sitio. Así pues, eso es lo que eres: El Mago de Ningún Sitio mi joven y malpensado hermano.

-No me embrolles. La cuestión es que esta niña –y tocó la nariz de la pequeña asustada con sus largos dedos de sus largas y blancas manos-, ha matado esta misma mañana al pobre hijo de esta inocente familia, humildes habitantes desde hace siglos de nuestro bosque –y señaló ahora a los caracoles.

-Eso, eso –dijo el Padre caracol-… si bien los hechos fueron esta misma tarde.

-Como sea, que importa eso. Los humanos últimamente se exceden en sus dominios y pronto romperán su pacto ya olvidado mi hermano. Y siguiendo las normas de aquellos acuerdos de hace siglos… Si un animal del bosque quiere que un humano sea juzgado, así debe ser. Y así se comprueba cuando en esta casa has aparecido. Lo que significa, que la Aplasta Caparazones, podría ser ejecutada en el Gran Árbol.

Y la verdad, el Mago de Ningún Sitió razón tenía, mucha razón, y por eso el Mago del Bosque, que de Juez debía ejercer y sentenciar a la pequeña, pidió a Susana que buscara un buen abogado para estos asuntos mágicos, que tuviera contactos con el mundo del bosque. Porque si así no lo hacía, sería sus demandantes quien eligieran a su abogado, y bien preparados tenían a un asqueroso sapo que ni del Bosque Mágico pertenecía, que ayudado por el Mago de Ningún sitio estaba.

Así comenzaba aquella larga semana.

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